viernes, 11 de julio de 2014

El ponche de los deseos

Incluso los brujos malvados tienen obligaciones que atender. Es el último día del año y Belcebú Sacasmo, fatal mago de laboratorio, no ha cumplido su cuota anual de fechorías. Tampoco Tirania Vampir, maquiavélica bruja multiplicadineros. ¿El motivo? Durante todo el año han tenido sendos agentes secretos infiltrados en sus casas: el gato minnesinger Maurizio di Mauro y el calamitoso cuervo Jacobo Osadías. Pero los villanos tienen un arma secreta para actuar sin que los agentes puedan aportar pruebas, un genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso ponche que, bebido antes de las campanadas de año nuevo, les concederá todos los deseos que pidan, pero al revés: de pedir paz, habrá guerra; de pedir salud, enfermedad. Gato y cuervo deberán unir fuerzas para evitar que el mal triunfe. 

La agujas del reloj que introduce cada capítulo avanzan raudas.
La historia que se narra en El ponche de los deseos es la de dos trepidantes carreras a contrarreloj, la de los brujos y la de los animales, con la magia y la simpatía propias gran Michael Ende, quien consigue dotar a la historia de un gran dinamismo.  Es un placer como Maurizio, tan soñador, sibarita y elitista, y Jacobo, mundano, pesimista y miserable, no solo consiguen colaborar para conseguir un bien común, sino que, a medida que se conocen y muestran  sus flaquezas, van dejando de lado sus diferencias para crear una bonita amistad.

La carrera de los brujos es tremendamente divertida. Si bien el punto cómico en Maurizio y Jacobo era el contraste de sus personalidades, con Sarcasmo y Tirania ocurre todo lo contrario: son tan malos que no pueden evitar atentar contra su colega. Quizás pueda parecer que este maniqueísmo tan infantil pueda estropear la historia, pero los personajes están tan bien definidos y resultan tan entrañables que eso no llega a ocurrir.


Que no os engañe su carácter de cuento de hadas: El ponche de los deseos no está exento de crítica social. Se hace una defensa apasionada hacia la ecología y el medio ambiente, mientras que se condenan la corrupción, ya sea por causa económica o por el uso irresponsable de la ciencia y el progreso. Hay sitio incluso para una pequeña reflexión sobre religión y los conceptos del bien y del mal que, si bien no se desarrolla especialmente en el libro, consigue que el joven lector se la lleve a casa. Hay incluso un guiño para los más mayores sobre el peligro que suponen las drogas.

Sobra decir que el libro está pensado para ser leído por un público entre infantil y juvenil. Sin embargo, los adultos también pueden disfrutar de esta ágil y adictiva historia. Como anécdota personal, recuerdo que mi padre me lo sacó de la biblioteca cuando era más jovencita, puesto que sabía cuánto me gustaba Michael Ende. Lo leí casi de una sentada, e incluso lamenté que tuviera que devolverlo. Pero me gustó tantísimo que, cuando lo vi recientemente en tienda, no pude evitar comprarlo y, a mis 25 años, lo he vuelto a disfrutar como una enana.


Tras leer maravillas como esta, no es tan difícil entender por qué Ende lamentó tanto que el éxito de La historia interminable eclipsara el resto de su obra. 
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